El pistolerismo

 La huelga de La Canadiense

Con este texto inicio hoy una serie de varios que iré salpimentando con otras historias y que no sé, en realidad, cuántos van a ser. Pretendo relataros, sin hacerme pesado a ser posible, uno de los periodos de la Historia reciente de España más impresionantes, a la par que olvidado. En puridad, si lo que ocurrió en España en el espacio de apenas cuatro o cinco años hubiera ocurrido en Estados Unidos, hoy todos podríamos contar que alguna vez hemos visto una película sobre el tema, y los principales protagonistas de los hechos se nos vendrían a la memoria con el rostro de actores de primerísimo nivel.


España, sin embargo, parece más bien haber optado por olvidar los años del pistolerismo. Años en los que las calles de una ciudad, en este caso Barcelona, se asemejaron a las de Chicago o Nueva York muy poco tiempo después o, incluso, las superaron. Al contrario que en el caso de la Mafia, sin embargo, el pistolerismo español tuvo otro origen que no tiene demasiado que ver con el crimen organizado, aunque nunca sabremos, en realidad, hasta qué punto las matanzas de empresarios y de obreros no escondieron la labor de personas sanguinarias, poco interesadas en los orígenes de la violencia y sí en la violencia como tal.


Sea como sea, es totalmente indudable que el pistolerismo tiene un origen político. Es hijo de las ideas anarquistas y del supremo egoísmo de no pocos empresarios de Barcelona, familias de honda raigambre y apellido famoso poco dadas a la llegada del progreso. En ambos lados, la defensa de los derechos obreros y la de los privilegios patronales, siempre han existido miembros decididamente no violentos. Pero no fue ése el caso de la Barcelona de finales de la segunda década del siglo XX. Como ha señalado Frederic Escofet, que llegaría en los tiempos de la República a ser el responsable de orden público del presidente Companys, Barcelona, a principios de siglo, era la población española más accesible desde Europa y, al tiempo, tenía una honda tradición de lenidad en la persecución del crimen. Los policías en Barcelona eran pocos, estaban mal preparados y mucho menos aún para enfrentarse a un entorno de terrorismo generalizado. Esto hizo de Barcelona el Sangri-la de todos los delincuentes del continente, que fueron a caer en una olla hirviendo.


La olla hervía, en efecto, desde varios años atrás. El anarquismo español siempre estuvo impregnado de una suerte de humanismo individualista; muchos anarquistas no bebían ni fumaban ni comían carne, prácticas muy modernas como sabemos, porque consideraban que los vicios esclavizaban al hombre. Los valores de la solidaridad y de la generosidad eran ampliamente propugnados. Pero, al mismo tiempo, junto a este anarquismo filosófico creció el político y sindicalista, el bakuninismo que se planteaba la necesidad de ir más allá del individuo y la necesidad de acabar con las estructuras estatales. No pocos anarquismos sostenían la necesidad de usar cualesquiera herramientas para conseguir esta victoria, incluida la violencia terrorista. Así las cosas, anarquistas son los grandes asesinos y aspirantes a asesinos de finales de nuestro siglo XIX y principios del XX, entre ellos Mateo Morral, quien se atrevió incluso a lanzar una bomba a los pies de un rey que iba a casarse.


El bautismo de fuego revolucionario el anarquismo español fue la Semana Trágica de Barcelona; que fue, desde luego, reprimida, pero que aportó algo muy importante para toda revolución: un mártir, en la persona de Francisco Ferrer Guardia, así como la convicción de un poderío movilizador. La Semana Trágica enseñó a los anarquistas que los obreros catalanes, por así decirlo, les pertenecían. Por muchos intentos que hizo la socialista, entonces marxista, UGT, por penetrar en ese mercado, por así decirlo, no lo conseguiría hasta que, en 1937, la CNT fuese abatida tras esa pequeña guerra civil dentro de la guerra civil que fue la represión de anarquistas y POUM en Cataluña. A mediados de la segunda década del siglo XX nació la Confederación Nacional del Trabajo. No tardaría en levantarse el telón.


A pesar de que la Semana Trágica había sido un importante aviso para navegantes de que algo pasaba en el proletariado barcelonés, no hubo grandes cambios en la actitud de los patronos. En 1917, sin embargo, algo ayudó para que la pasión obrera cambiase y se pusiese al rojo vivo: la revolución rusa que, sobre todo en su primer estadio, estaba lejos de parecer el movimiento de pura raíz marxista que luego fue. En agosto de 1917, el día 13, hubo disturbios en Barcelona, disturbios que fueron conocidos en su época como la Semana Cómica, lo cual lo dice todo de las diferencias de intensidad que registraron sobre los de 1909. Aquel fracaso espoleó al anarquismo más radical, que llegó a la conclusión de que no había más salida que la rusa, esto es la insurrección armada. El 7 de octubre de aquel mismo año, en el Clot, una barriada entonces muy popular de Barcelona, dos personas mataron al industrial Joan Tapias. Y, en los siguientes días, mataron a seis empresarios más. Había empezado la tangana.


Según Ángel Pestaña, un líder anarquista que podríamos considerar moderado, la CNT propiamente dicha deploró los atentados y desechó hacer hilo con esa estrategia terrorista. Pero lo cierto es que hubo grupos de obreros que, ante el ejemplo, decidieron contratar pistoleros para que se cargasen a los malos patronos. Pero es que, además, los empresarios no se quedaron quietos. Decididos a responder al hierro con hierro, los empresarios forzaron el nombramiento al frente de la policía de uno de los personajes más siniestros de esta historia: el comisario Manuel Brabo Portillo. Brabo, además de funcionario de policía, era un auténtico mercenario sin escrúpulos que llevaba ya bastante tiempo alquilando su pistola, su gatillo y el dedo que lo presionaba a los alemanes. Desde el comienzo de la primera guerra mundial, en 1914, y dado que España había permanecido neutral, Barcelona y su sector industrial se habían convertido en escenario de los más sucios sabotajes y movidas. Según se ha publicado, Brabo había matado personalmente a un ingeniero, Josep Albert Barret, que trabajaba en una empresa que estaba fabricando para los franceses (enemigos de los alemanes). Claro que quien a hierro mata, a hierro muere: el espionaje francés acabó reuniendo pruebas de que Brabo pasaba información a los alemanes de los barcos que salían de Barcelona cargados de suministros para los aliados, de forma que pudieran torpedearlos. Brabo fue encausado y apartado del servicio. La separación de Brabo, sin embargo, no detuvo los incidentes y los atentados.


De todas formas, la situación era susceptible de empeorar, y empeoró. El fin de la guerra, el 11 de noviembre de 1918, fue una tragedia para la fragilísima paz social barcelonesa, por llamarla de alguna manera. Hasta ese momento los empresarios, y sobre todo los catalanistas englobados en la Lliga Regionalista de Françesc Cambó, habían contemporizado con los obreros, dado que nadaban en pedidos y querían cualquier cosa menos huelgas. Con el fin de la prosperidad, sin embargo, ese interés, simplemente, desapareció.


El 16 de enero de 1919, tras unos incidentes entre nacionalistas y españolistas durante una representación de teatro, el gobernador civil de Barcelona, Carlos González Rothwos, suspendió las garantías constitucionales en la provincia. En pocas horas, la policía hizo una redada monstruo, detuvo a decenas de cenetistas y los metió en la cárcel Modelo. Con esas detenciones, tanto el gobierno de Madrid como la burguesía catalana se situaron en un punto de no retorno. De poco sirvió la entrevista clandestina ofrecida por Cambó a Pestaña en casa del arquitecto Puig i Cadafalch (uno de los grandes del modernismo catalán, autor, entre otras, de la bellísima Casa Ametller); de todas maneras, Cambó no se presentó, dejando claro que le preocupaba llevarse bien con la CNT, pero no la respetaba demasiado.


Así las cosas, sólo era cuestión de tiempo que los obreros mostrasen su poder. Y ese momento llegó en 1919, con la archifamosa, entonces, huelga de La Canadiense.


La Canadiense era la Barcelona Traction Light & Power, una empresa fundada por un banco de Toronto; de ahí el mote. Su fundador, Fred Stark Pearson, falleció durante la guerra mundial cuando su trasatlántico, el Lusitania, fue hundido por un submarino alemán. En ese momento, se produjo una situación parecida a la que hemos vivido recientemente con Endesa: dos grupos, Heidamann y Sofima, pelearon por quedarse con la empresa; sólo que su pelea consistió, no, como en Endesa, en elevar lo más posible el precio de la acción, sino en todo lo contrario, en tumbarlo. Qué mejor que una buena huelga para conseguirlo.


Por su parte, la conciencia obrera crecía en la empresa la cual, al parecer, pagaba de pena. En enero, ocho escribientes que reclamaron ser hechos fijos como otros trabajadores fueron despedidos por el director general, el inglés Fraser Lawton. En una típica reacción del sindicalismo anarquista, los 117 compañeros de los escribientes en el departamento de Administración fueron a la huelga. Y no lo hicieron como ahora, no. Los 117 se presentaron el 5 de febrero de 1919 en las oficinas centrales de la empresa, en la plaza de Cataluña, y se sentaron en su puesto. Pero, a una determinada hora, rompieron sus plumas, las tiraron al suelo y se marcharon.

A pesar de que González Rothwos, el gobernador, les prometió que todo se iba a arreglar, al volver al edificio los escribientes se encontraron con el comisario Francisco Martorell, sucesor de Brabo Portillo, quien les comunicó que estaban todos en la puta calle. La reacción en la empresa fue que otros departamentos comenzaron a declararse en huelga. Dos días después, los despedidos eran… ¡dos mil!


No fue hasta entonces que la CNT tomó el control del conflicto. El sindicato intentó negociar, pero Lawton contestó anunciando que quien no se presentase a trabajar en 24 horas estaba despedido. La CNT respondió cesando la lectura de contadores y la presentación de recibos, o sea, dejando a la Canadiense sin ingresos. Tan sólo un cobrador, Joaquim Baró, se negó a dejar de trabajar. Tres desconocidos le dispararon en la calle Calabria, en el Ensanche. Murió pocos días después.


Lawton ofreció 10.000 pesetas, un auténtico pastón de la época, por información sobre los asesinos de Baró. Pero nunca fueron delatados. Aquella firmeza parece que hizo reconsiderar las cosas a Lawton, que ofreció negociar. Sin embargo, el encuentro salió mal porque el inglés no aceptó que en el mismo se presentaran personas que no eran trabajadores de la Canadiense (un sindicalista de la CNT). Dado que no hubo acuerdo, los anarquistas pasaron a la segunda fase, consistente en dejar Barcelona sin luz.


El 21 de febrero de 1919, a las cuatro de la tarde, el fluido eléctrico de Barcelona se interrumpió. El día 23, ante la falta de respuesta, paró toda la energía eléctrica de Cataluña. Ese mismo día, a primera hora de la tarde, se reunieron las principales familias de Barcelona con los responsables del orden público, entre los cuales se encontraba el nuevo gobernador militar, Severiano Martínez Anido, quien con el tiempo acabaría siendo todo un símbolo de la represión obrera de aquellos años. Se podría pensar que se reunían para ver de arreglar las cosas. Lejos de ello, aceptaron la propuesta de los militares: incautarse de la Canadiense.


Dicho y hecho. El día 24, el cuarto regimiento de zapadores tomó las instalaciones de La Canadiense y Barcelona volvió a tener luz. No obstante, es claro que no es lo mismo un militar ocupando un puesto de trabajo que un trabajador trabajando. Por mucho que lo intentaron, los militares no consiguieron mantener el servicio en regla; las averías, y muy probablemente los sabotajes de los sindicalistas, fueron muchos. Además, los sindicatos no se iban a quedar quietos: el día 26 se sumaron a la huelga las empresas del gas y del agua, dejando Barcelona en una situación casi medieval. La organización de los sindicalistas era tan perfecta que incluso un dirigente del sindicato de artes gráficas, Salvador Caracena, instauró una muy eficiente censura de prensa: puesto que el personal que hacía los periódicos era anarquista, los periódicos sólo publicarían lo que ellos quisieran.


El 5 de marzo, todos los trabajadores del sector eléctrico entre 21 y 38 años fueron movilizados, militarizados. Eso sí, el bando declarando la movilización no se pudo publicar porque la censura paralela anarquista lo impidió, salvo en un periódico, el Diario de Barcelona, más conocido en su ciudad como El Brusi, no sé muy bien por qué, que fue multado por los sindicalistas (y pagó, por cierto).


El día 7 de marzo, los trabajadores movilizados se presentaron en las cajas de reclutas, pero se negaron ir a los destinos que se les marcaban. La reacción del gobierno militar fue encarcelarlos en el castillo de Montjuich. Llegaron a meter a 3.000 personas.


Tan enconadas estaban las cosas que las soluciones intermedias eran ya poco menos que imposibles. De hecho, la CNT estaba para entonces preparando una huelga total, y lo curioso es que los empresarios estaban haciendo lo mismo: era el famoso lock out, la reacción por la cual los empresarios cerraban sus negocios, como un solo hombre, buscando que los obreros que seguían trabajando no pudieran contribuir a cajas de resistencia para los que estaban en huelga. El día 13 de marzo se declaró el estado de guerra en Barcelona, y las tropas tomaron la ciudad. Sin embargo, desde Madrid se preparó una estrategia de moderación, a través del nuevo gobernador civil de la provincia, Carlos Montañés, un ingeniero apolítico que había tenido relación con La Canadiense. Montañés obligó a las partes a reunirse, reunión en la que los sindicatos pidieron la readmisión de los despedidos y jornada de ocho horas. El escollo eran las readmisiones, pues Lawton se negaba a que fuesen en bloque. El inglés, sin embargo, fue presionado y, a las nueve de la noche, firmaba un acuerdo con los trabajadores; la huelga había terminado, gracias, entre otros, a empujoncitos como el del líder ugetista Largo Caballero, quien desde Madrid amenazaba con una huelga general en toda España si la cosa no se resolvía esa misma noche.


El final de la huelga de La Canadiense, sin embargo, supuso dejar compuestos y sin sus respectivas venganzas a las tendencias más radicales de ambos lados, trabajadores y empresarios. Ninguna de las dos partes estaba dispuesta a renunciar a sus objetivos desestabilizadores.

Los empresarios recibieron un importante espaldarazo desde Madrid, con la decisión del jefe de Gobierno, Romanones, de regular y poner bajo la jurisdicción militar al somatén. El somatén era una especie de milicia cívica de orden que funcionaba en la Cataluña rural, pero ahora fue convertida en una fuerza del orden paralela en Barcelona, puesta además a las órdenes de uno de los dirigentes empresariales más proclive a la violencia, Josep Beltrán i Musitu, integrado en la Lliga de Cambó. Claro que Beltrán no tenía mucha idea de montar mafias asesinas, así pues tuvo que buscar alguien que supiese de la cosa.


Llamó a Brabo Portillo. ¿O realmente os esperabais que fuera a desaparecer tan fácilmente de nuestra historia?


El último acto de la huelga de La Canadiense es el mitin de la plaza de toros de Las Arenas, un acto en el que hace aparición otro personaje fundamental de esta historia: el activista obrero Salvador Seguí, el Noi del Sucre. Seguí, ya lo veréis en sucesivos posts, fue, junto con Pestaña, el más posibilista de los anarcosindicalistas; el menos empeñado en hacer la revolución y más interesado en mejorar las condiciones de vida de los obreros. Al final de la huelga de La Canadiense, Seguí tuvo que enfrentarse al hecho de que la mayoría de los dirigentes sindicalistas estaban presos; por fuertes que fuesen las promesas de Montañés en el sentido de que serían prontamente liberados, esa situación era oro molido para los más radicales anarquistas.

Por esta razón, se convocó un mitin en la plaza de toros al que acudieron unas 50.000 personas. Brutal. Desde el principio, la exposición del acuerdo se encontró con la oposición de los más radicales, que querían petardearlo. Cuando se levantó Seguí, se hizo más o menos el silencio; así pues, aunque estamos aún en una época previa a lo micrófonos, casi todo el mundo pudo oírle expresar el centro de su forma de pensar: si ahora los obreros rompían el convenio, les dijo, nadie volvería a confiar en ellos. Como quiera que seguían las protestas, Seguí decidió dar un movimiento inesperado y temerario.


¿Voleu els presos? –gritó- ¡Doncs amen-los a buscar! (1)


Y su dedo señalaba al castillo de Montjuich.


Fue listo. Jugó con el cansancio de una huelga larga y dura, que se multiplica, además, cuando quien lo está sufriendo sabe que la solución es posible y está cerca. El público, finalmente, aplaudió unánimemente la firma del acuerdo. Seguí había ganado y la paz social también.

Por poco. Por muy poco tiempo. La huelga de La Canadiense había durado demasiado. Lo suficiente como para que dos fuerzas, los patronos paramilitares por un lado y los obreros ultrarradicales por el otro, llegaran a la conclusión de que podían ganar.


Y, cuando dos piensan que van a ganar, siempre hay pelea. Siempre.



(1) Así lo he copiado de la prensa en castellano

El pistolerismo  Brabo Portillo y Pau Sabater

Os recuerdo que esta segunda toma es continuación de aquella que se llamaba El pistolerismo (I): la huelga de La Canadiense.


Pido disculpas por estar estos días un tanto remiso a asomarme por esta ventanita. Es la culpa de un ataque de lumbalgia que, como sabréis los que lo hayáis sufrido, aconseja las posiciones horizontales y suele penalizar las sedentes, como la que tengo yo ahora mismo miemtras escribo estas líneas. No obstante, la Historia tiene, cuando a uno le gusta, cierto elemento sedante que, tal vez, llega donde no llega el E%&$%&fen (es que no me gusta dar marcas).


Será por eso que he encontrado un rato para continuar con esta historia, que llega hoy hasta el tristísimo, y alevoso, asesinato de Pau Sabater.


Hemos dejado nuestro relato en la primavera de 1919, tras el accidentado final de la huelga de La Canadiense. Quizá el mejor momento para la paz social: dominaba el anarcosindicalismo un líder posibilista, Seguí; y el gobierno civil de Barcelona un hombre también amigo del pacto como Montañés. Sin embargo, las semillas del enfrentamiento, aunque no lo pareciese, estaban ya plantadas y a punto de germinar.


El primer problema surgió porque, el día que finalizaba el plazo para la liberación de todos los sindicalistas presos, cinco seguían en la cárcel. Esta situación era hija del complicado entramado de poderes existente entre el civil, encarnado por Montañés, y el militar, encarnado por el capitán general de la región catalana, Miláns del Bosch; que era quien había hecho las detenciones y quien se negaba a soltar a los presos.


En el mitin de Las Arenas, como no podía ser de otra forma, Seguí había dado por hecho que su postura de apoyar el fin de la huelga partía de la base de que los presos serían liberados; de otra manera, la huelga debería recomenzar. En las circunstancias que se produjeron, hasta él mismo tuvo por lo tanto que apoyar la constitución de un comité de huelga. No obstante, ya no era la misma huelga. Como suele ocurrir siempre en estos casos, el fracaso del experimento moderado (fin de la huelga, respeto de los acuerdos y liberación de los presos) dio alas a los más radicales; así, la huelga aprobada por los anarquistas sería general, indefinida y revolucionaria, es decir: su objetivo no sería el logro de ventaja laboral alguna, sino el fin de la sociedad capitalista.

Por increíble que pueda parecer, pues Barcelona era ya entonces una ciudad de tamaño y población respetables, la CNT estableció una red de voceadores-ciclistas que recorrieron, una por una, las fábricas de la ciudad, y en unas horas provocaron en la ciudad un paro total. Los planes de la burguesía, entonces, fueron garantizar el orden público a través del ejército, la policía y el somatén, y luego poner a trabajar en los servicios esenciales a esquiroles burgueses voluntarios. Ese mismo día se declaró de nuevo el estado de guerra, que incluía un toque de queda a las ocho de la tarde. La estrategia le salió bien. En general, los pequeños propietarios de negocios, los capataces de fábricas, los comerciantes y, sobre todo, los entonces importantísimos núcleos de catalanes de ideología carlista tradicionalista consiguieron hacer que los suministros funcionasen, mientras que el ejército reprimía con dureza a los obreros. Además, esta absurda huelga sirvió para que, desde el momento en que el ejército volvió a los cuartales, quedase claro que quien garantizaba la seguridad en las calles era el Somatén.


No obstante, tiempo es cansancio. A primeros de abril, la huelga duraba ya dos semanas y los patronos empezaban a estar divididos. Para entonces, la CNT ya había hablado por lo menos dos veces con Montañés de buscar una salida a la huelga. Dos hermanos en buena sintonía con la CNT pero no integrados en ella, Josep y Jaume Roca, fueron encargados de buscar acuerdos parciales en algunos sectores y empresas, y comenzaron negociaciones tímidas que rápidamente dieron frutos. La CNT, viendo que una negociación era posible, decidió traer a Barcelona a su líder Ángel Pestaña, que estaba en Tarragona esperando que escampase. El 3 de abril de madrugada, la policía lo detuvo en el barrio chino, concretamente en el primer piso del número 162 de la calle Conde del Asalto; y le hizo un favor, porque las fuerzas paramilitares de Brabo Portillo, que no le había perdonado a Pestaña su participación en las filtraciones de información tras las que fue juzgado y apartado de la policía, estaban buscándolo para matarlo.


A pesar de que la huelga mostraba signos claros de caminar hacia su solución, la situación se estaba complicando. Los años que relato fueron también los del nacimiento y auge de las llamadas Juntas Militares, un poder dentro del poder. La de Barcelona, que estaba claramente en contra de toda contemporización con el obrero, llegó a la conclusión, nada más y nada menos, de que había que expulsar a las autoridades civiles de Barcelona, para que las militares pudieran hacer a su gusto. El 14 de abril, con toda naturalidad, un coronel de la guardia civil, de apellido Aldir, se presentó a ver al gobernador civil y le comunicó, fríamente, que tenía la misión de poner a éste y a su jefe de policía, Gerardo Doval, en el expreso de Madrid (Gerardo Doval se había destacado por gestos como dejar escapar por una ventana a los hermanos Roca tras ser detenidos por los militares).

Montañés hizo lo lógico: llamar a Madrid. Le pusieron con el presidente del gobierno. Pero el conde de Romanones no era hombre de férreas decisiones. Con total desparpajo, le contestó a su subordinado:

-¡A mí qué me cuenta, yo ya no soy presidente!


Y, dicho y hecho: se presentó en el palacio real, y dimitió.


El gobernador civil de Barcelona, por lo tanto, fue desposeído y expulsado de su cargo por el capitán general de la región militar. A buen entendedor…


Tras la marcha del poder civil de Barcelona, obviamente la huelga pasó a la clandestinidad, aunque todo parece indicar que, en una reacción muy humana, los problemas sirvieron en realidad de acicate para los sindicalistas. Según cálculos de los propios militares, la CNT era capaz, en aquellas semanas de pura clandestinidad, de recaudar hasta 1.500 pesetas diarias, lo cual era un auténtico pastón; aparte de someter a Barcelona a un rosario de huelgas, hoy en esta fábrica, hoy en esta otra, que colocaron a la ciudad y a su sistema productivo en una situación difícil de aguantar.

La situación de absoluta clandestinidad fue un acicate para que alguien más se sintiese tentado de pasar un poco también a ese terreno de lo oscuro y no muy legal: cómo no, Brabo Portillo.


Nuestro ex comisario vio el cielo abierto con la situación y decidió que su futuro estaba en alquilar sus servicios a los empresarios para hacerles los trabajitos que ni el ejército ni el somatén, al fin y al cabo cuerpos impregnados de legalidad, podían hacer. Ni corto ni perezoso, montó unas oficinas en el número 17 de la calle Septembrina. El personal de Brabo se organizaba en grupos de diez, que operaban de espías y soplones al mando de un delincuente muy peligroso: Antoni Soler, a quien todos apodaban El Mallorquín.


Pronto, a Brabo le llegó negocio. Le solicitaron la cabeza del dirigente sindical de la construcción Pedro Massoni. Brabo pidió 3.000 pesetas por cargárselo, y su oferta fue aceptada. La cosa era, una vez terminada la huelga por la vía dura, ablandar a los peones y albañiles para que no se soliviantasen ante las putadas de sus patronos.


El 23 de abril, El Mallorquín y sus secuaces Luis Fernández y Octavio Muñoz, AKA El Argentino, se presentaron en casa de Massoni pretendiendo ser policías que se lo tenían que llevar a la comisaría. Aunque a donde lo llevaron fue hacia a Epifanio Casas, que estaba en la calle esperando pistola en mano para cargárselo. Casas, en efecto, disparó a Massoni, aunque tan precipitadamente que no lo mató. Aunque el herido ya nunca quedó bien.


A las pocas horas del atentado, un importante empresario barcelonés, Jaume Agustí, casaba a su hijo. La boda se celebró en la más estricta intimidad… ¡y a las seis de la mañana! Esto os puede dar una idea de lo acojonado que iba el personal con la posibilidad de que hubiese represalias. Eso, claro, aparte del regalito de que, además de casarte, tengas que madrugar tanto… Por las noches, en efecto, había disparos y otras asonadas cerca de las casas de los grandes burgueses. El Conde de Godó, propietario de La Vanguardia y que hoy es especialmente conocido por las jóvenes generaciones de españoles y catalanes aficionados al tenis, se hizo famoso por su desprecio olímpico del peligro; desprecio que tenía que ver con que estaba sordo como una tapia y no oía los tiros cuando se producían cerca de su casa.


Estas escaramuzas y algunas otras, como el intento sindicalista, fallido, de matar a un capataz el 8 de mayo, parece llevaron a algunos de los empresarios a intentar pactar y llegar a acuerdos. Sin embargo, la producción de otros atentados pronto lo dificultó.


El verano de aquel año se consumió en un extraño toma y daca. Por un lado, se producían avances en los pactos, como ocurrió con las negociaciones en el textil. Pero, por otro, seguían los atentados, como el del ebanista Felipe Serrano (cuyo asesinato siempre fue negado por los sindicalistas y es probable que se debiese a alguna diferencia con su socio) o el contratista Segimon Obradors. No obstante, la situación no se tensaba más porque una de las partes, la patronal, se sentía fuerte y cómoda: el ejército les protegía, los conservadores de Maura habían ganado las elecciones nacionales y esa victoria había supuesto que, en Cataluña, ganase la Lliga Regionalista, o sea lo patronos. Miel sobre hojuelas.


El único problema eran las negociaciones del ramo textil. ¿Por qué? Pues porque iban de coña. Quedaba aún el acuerdo en materia de jornada, pero todo parecía avanzar. En estas circunstancias, algunos patronos decidieron echar mano de Míster Peace Demolition, o sea Brabo Portillo, al que propusieron una operación a fondo contra la CNT. A cambio de 25.000 pesetas, Brabo elaboró una lista negra con siete sindicalistas a los que se iba a cargar. De estos siete, nunca se ha sabido el nombre de cinco de ellos.


Pau Sabater, a quien todos llamaban El Tero, ocupaba el 17 de julio la presidencia de la comisión negociadora del ramo del agua; el otro gran ramo productivo de Barcelona que estaba, como el textil, a piques de conseguir algún acuerdo. Al final de la tarde, caminaba por el barrio populoso de Sant Martí de Provençals, en cuya calle Dos de Mayo, número 274, vivía; muy cerquita de una fábrica de cerveza llamada La Bohemia.


A la una de la noche, dos coches aparcaron delante de la factoría y cuatro tipos se dirigieron al portal donde vivía Sabater. Allí, delante de un montón de vecinos que tomaban el fresco delante de las puertas de sus casas, los hombres de Brabo repitieron la tramoya que ya hemos visto en el caso de Massoni, esto es somos policías, tiene que venir con nosotros, y tal. Le ataron las manos a la espalda, lo metieron en uno de los coches, entre el conductor y el copiloto y, sin siquiera encender los faros, tiraron, no hacia el centro de Barcelona, que habría sido lo lógico de ser policías; sino hacia las afueras, hacia el Camp de l’Arpa, que entonces era una verdadera campa. Tras un forcejeo importante que la autopsia reveló, lo sacaron del coche y, en una riera, le dispararon seis tiros, dos de ellos mortales.


Al día siguiente, José Castillo, antiguo miembro del comité nacional de la CNT, se afeitaba en una barbería de Sants, su barrio. Brabo, al saberlo, le encargó a Epifanio Casas, el asesino de Massoni, que se lo cargase. Pero Casas se negó. Tenía problemas morales y, sobre todo, no quería cargar con dos asesinatos. Brabo, al parecer, le convenció a hostias. Casas fue a la barbería y, como en las mejores películas de gangsters, descargó un cargador entero en el cuerpo del sindicalista.

El domingo por la mañana, Josefa Ros, quien aún creía que los sicarios eran policías de verdad y que su marido estaba detenido, leyó en el periódico que en el Camp de l’Arpa había aparecido el cadáver de un hombre corpulento.


Conforme Barcelona fue sabiendo, aquel domingo, de la repugnante muerte deEl Tero, el ambiente se calentó más y más entre los obreros. Salvador Seguí tuvo que hacer grandes esfuerzos para contenerlos; con esa inteligencia estratégica de la que iba sobrado, el líder sindicalista comprendió que eso, que los obreros saltasen ahora, era precisamente lo que los burgueses querían. No obstante, no podían quedarse de brazos cruzados, pero en su haber debe anotarse el hecho de que la solución que buscaran fuese posibilista y, sobre todo, legal: escribirle una carta al Parlamento de Madrid. Tenían esperanzas de ser oídos porque acababa de caer el gobierno Maura y en el nuevo gobierno, presidido por Sánchez de Toca, ocupaba la cartera de trabajo un ministro, Manuel de Burgos y Mazo, de quien se decía era partidario de acabar con todo enfrentamiento social. La carta y sus expresiones de deseos de paz fue firmada por los pesos pesados del movimiento: Salvador Seguí, Ángel Pestaña, Simó Piera.


En todo caso, Brabo consiguió lo que buscaba. Las negociaciones en el textil comenzaron a ir de mal en peor, a causa de un cambio radical en la actitud de los obreros. En agosto, se daba por fracasada, lo que dio paso a un nuevo rosario de huelgas y de cierres patronales.

La lectura de la carta de los sindicalistas en el Parlamento vino, además, a coincidir con un hecho más. Gracias a los desvelos de un joven abogado republicano, Jesús Ulled, y sus investigaciones a partir de las confidencias de un tal Ramón García, vigilante que era vecino de Luis Fernández, uno de los cuatro matones de Brabo, éste pudo ser detenido y conminado a confesar el crimen de Pau Sabater. Dado que el estado de guerra seguía vigente, en Barcelona seguía existiendo censura de prensa (no así en Madrid), motivo por el cual muchas de las noticias sobre esta investigación fueron distribuidas porRadio Macuto. Lo cual no es buena cosa, porque se decían algunas que incitaban los ánimos: la más gorda, que en el asesinato de Sabater habían participado policías de servicio.

El calentamiento de cascos que provocaron estos rumores acabaron por convencer a Burgos y Mazo de que había que hacer algo. Así se lo exigió al gobernador civil de Barcelona, el marqués de Retortillo; el cual, probablemente recordando lo que le había pasado a su antecesor por tratar de hacer algo, respondió dimitiendo. Entonces Burgos y Mazo nombró a Julio Amado, un político bienintencionado cuyas primeras medidas, según quería, iban a ser la creación de una especie de foro de diálogo entre patronos y obreros y la legalización de la CNT. Aunque había una medida más, mucho más necesaria.


Burgos y Mazo planteó que había que sacar a Brabo Portillo de Barcelona. Pero los patronos dijeron: no. Será un cabrón, pero es nuestro cabrón.


Julio Amado llegó a Barcelona el 20 de agosto de 1919, con más de 15.000 sindicalistas presos y huidos, 60.000 obreros parados y huelgas continuadas que habían paralizado poblaciones enteras, como Manresa. ¿Lograría llevar adelante sus planes de conciliar a patronos y obreros?

El pistolerismo  the last chance


Habíamos dejado Barcelona a finales de agosto de 1919, temblando, a pesar del calor, por el tristísimo asesinato de Pau Sabater y con, al menos, una buena noticia, como es la llegada de un nuevo gobernador, en la persona de Julio Amado, que quería resolver de una vez y para siempre las desavenencias entre obreros y patronos mediante la creación de una especie de parlamento laboral, antecesor de nuestra actual negociación colectiva. No obstante, el panorama no movía al optimismo. Toda el área estaba perlada de huelgas, especialmente en Manresa que era muy a menudo una ciudad a menos de medio gas; y, por la parte patronal, el matonismo había vuelto a las calles, de la mano del inefable Brabo Portillo, todos cuyos secuaces, con la sola excepción de Luis Fernández, habían sido liberados a pesar de haber sido detenidos por su participación en el asesinato de Sabater. La situación se hizo tan insostenible que los anarquistas decidieron dar un paso más, darle una vuelta de tuerca más a la situación, matando al mismísimo Brabo Portillo.

Estamos en el 5 de septiembre de aquel año. Se parecía, y mucho, a cualquier 5 de septiembre de nuestra vida actual porque aún la ciudad estaba a medio gas, con un montón de gente de vacaciones. En la esquina de las calles Paseo de Gracia y Roselló vive Brabo Portillo, y allí está trabajando esa mañana; todo en esas horas lo hará solo, lo cual nos da la medida de hasta qué punto se sentía este hombre omnipotente e intocable. Tras de cuidar de sus asuntos, se fue al barrio de Gracia a echar un cañete en el chalecito en el que, al parecer, tenía instalada a una amiga. Ya en el tranvía, el ex policía se percató de dos tipos que no le quitaban ojo de encima. Así pues, se bajó del tranvía sin dejar de vigilarlos, y con la mano presta para sacar la pistola. Iba al número 369 de la calle Córcega, donde vivía otra de sus conocidas (era, por lo que se ve, prolijo en las artes amatorias); pero, según todos los indicios, infravaloró el espionaje ácrata, pues era en ese mismo portal donde le estaba esperando su agresor.


Los asesinatos realizados por anarquistas siempre seguían el mismo patrón. Se utilizaba a tres asesinos, uno de los cuales disparaba mientras que los otros dos tenían como función cortar la retirada de la víctima. En realidad, los hombres que seguían a Brabo no eran quienes tenían que dispararle, sino los que iban a contenerlo. Aún y a pesar de esta estrategia, el ex policía logró huir unos metros por la calle Santa Tecla, hasta que fue herido en una ingle, momento en que debió parar y parapetarse tras un coche. Pero los atacantes se echaron al suelo y le dispararon por debajo del coche.


Brabo Portillo llegó vivo al dispensario de Ríus y Taulet, pero murió prácticamente de inmediato.

La muerte de Brabo agotó las existencias de cigarros puros en no pocas zonas de Barcelona. Para lo obreros, era la mejor noticia posible. Sin embargo, esa muerte tuvo un elemento nada positivo, y fue la radicalización de los patronos. Obviamente, los empresarios y burgueses de Barcelona se sintieron desamparados; alguien que era capaz de matar a Brabo era capaz de matar a cualquiera. Y, por último, estaban los miembros de la banda. Porque los empresarios todavía tenían su moral; pero los hombres que trabajaban para Brabo eran, pura y simplemente, delincuentes. Y obraron como tales.


A través de alguno de sus infiltrados en la CNT, consiguieron citar a los autores del atentado en un bar de la Ronda de San Pablo. Una vez que estuvieron allí, entraron para matarlos. Los cenetistas, sin embargo, reconocieron a El Mallorquín y, por eso, en ese momento se produjo dentro del bar un tiroteo al mejor estilo de las películas de Clint Eastwood.


Al no lograr su objetivo, los miembros de la banda activaron el Plan B, consistente en reconstituirse con un nuevo jefe. Que apareció en la persona de Rudolf Stallman, barón de König. Ya hablaremos de él.


Mientras ocurría todo esto, Amado trataba de reunir a su comisión mixta y abrir paso al diálogo. El 16 de septiembre, patronos y obreros alcanzaron un acuerdo. No está claro, sin embargo, que la voluntad de los empresarios fuese, de verdad, firmarlo (la firma se dejó para el día siguiente). Sea esto o no cierto, lo que sí lo es que pronto tuvieron a qué agarrarse para dar su negativa.


Esa noche, en unas fiestas de barrio en el Poble Nou, un desconocido hirió a Agustí Sabater, hijo de un industrial de la zona. Ni siquiera está claro que fuese un asunto político; quizá se trató de algún tipo de problema personal. Pero, a la luz de los hechos, el 17 a las 11 de la mañana, los representantes patronales se dirigieron al gobierno civil y, en plena ceremonia de la firma, comunicaron a través de su abogado, Tomás Benet, que no iban a firmar.


Amado montó en cólera. Con el apoyo de los obreros, pues Seguí se apresuró a asegurar la voluntad de la CNT de firmar el acuerdo, conminó a los empresarios a pensárselo mejor, y les dio 24 horas para dar una respuesta. Los representantes patronales consumieron aquel día en consultas y tertulias. Al día siguiente, ni siquiera se presentaron en el gobierno civil.


La respuesta de los patronos fue muy otra. Convocaron una gran conferencia empresarial española, que se abrió el 21 de octubre en el Palau de la Música Catalana. Arropados por empresarios de todo el país, envalentonados, los patronos catalanes decidieron ejecutar un lock out total (o sea, una huelga general de patronos) el 3 de noviembre y nombraron presidente de su federación a Feliu Graupere, un personaje hasta entonces de escasa importancia.


El problema de las huelgas generales es siempre el mismo: o el personal esta muy, pero que muy por la labor, o son un fracaso. El lock out del 3 de noviembre consiguió bastante poco, pues muchos empresarios continuaron con el trabajo y, por esta razón, apenas tres días después ya estaban patronos y obreros tratando de reunir la comisión mixta y llegar a algún tipo de acuerdo. Tras una serie de dimes y diretes, y merced a la intervención personal del general Miláns del Bosch, finalmente los patronos aceptaron llegar a un acuerdo, el día 11 de noviembre. El convenio se firmó el día 12, no sin suspense porque, esta vez, fueron los delegados obreros los que se demoraron varias horas. En la plaza de Sant Jaume esperaba una abigarrada multitud de burgueses y obreros, que recibió la noticia con júbilo.


El jueves día 14, Barcelona volvió a ser Barcelona. Uno de los pactos de aquel acuerdo era la suspensión de todos los conflictos, cierres y huelgas, que se discutirían uno por uno. Así pues, aquel día todas las empresas catalanas trabajaron con normalidad. Sin embargo, en algunas de ellas, normalmente grandes, ocurrió algo inesperado. Al llegar los obreros a las fábricas se encontraban con empleados de confianza manejando listas; en las listas figuraba quien estaba despedido y quien podía entrar. Esta actuación era frontalmente contraria a lo pactado, pues el convenio establecía que no habría represalias contra los huelguistas.


Grupos de obreros se fueron al gobierno civil y exigieron ver a Seguí, que estaba negociando conflictos con los patronos. Cuando el Noi del Sucre se enteró de lo que pasaba, montó en cólera, entró en la sala y, ante las explicaciones torpes y parciales de los patronos, anunció que la CNT se retiraba de la comisión mixta.


Fue la última oportunidad de impedir el pistolerismo en Barcelona.


El día 24 por la noche, estalló una bomba cerca de la Capitanía General de Barcelona que hirió a dos soldados. No está claro quién hizo aquello; todo el mundo pensó que era un acto de los obreros, pero también se ha apuntado a la banda de König, porque lo cierto es que el resultado de ese atentado fue que Miláns, que estaba hasta entonces bastante alejado del orden público, volviese a tomar el control de las calles, radicalizando los enfrentamientos.


Envalentonados, los patronos movieron ficha. El 1 de diciembre, a las puertas de las Navidades, decretaron un cierre patronal que dejaba a 50.000 obreros en la calle. El objetivo era dejarlos sin ingresos, sin nada que comer, sin posibilidad de comprar algo para vestirse, hasta que se rindieran.


El pistolerismo  auge y caída del barón de König

Debo recordarte que este post está integrado dentro de un ladrillo-coñazo del que forman parte, por su orden:


Si después de todo esto aún tienes ganas de leer, vamos allá con the fourth leg.


El 1 de diciembre de 1919, como ya hemos dicho, las semillas del fuerte enfrentamiento social en que consistirá el pistolerismo ya están plantadas. En dicha fecha, los patronos catalanes dictaminan un cierre patronal cuyo objetivo estratégico es, literalmente, dejar sin recursos a 50.000 obreros. La espiral ha comenzado a desarrollarse pero, además, pronto se producirán nuevos elementos del drama.


El 10 de diciembre, en Madrid, se celebraba un histórico congreso de la CNT. Fue el congreso en el que la definición anarcosindicalista del sindicato fue puesta en discusión, ante la presión de no pocos miembros de acordar el ingreso de la organización en la III Internacional, lo cual habría supuesto acercar el sindicato a la órbita soviética. Las discusiones fueron amplias y enconadas y, finalmente, la personalidad de Salvador Seguí, el Noi del Sucre,consiguió convencer a sus correligionarios de la importancia de no precipitar soluciones. Así pues, se decidió enviar, antes de decidir, a una delegación que conocería Moscú y comprobaría las bondades del sistema soviético. Dicha delegación estuvo formada por Ángel Pestaña, Eusebi Carbó e Hilari Arlandis; y no regresó muy convencida de que Lenin fuese un freedom maker, precisamente.


Pero en esa fecha se produciría, esta vez en Barcelona, otra reunión de mucha mayor importancia para el pistolerismo. Se produjo en el número 32 de la calle Tapicería, en la sede de un ateneo obrero de ideología legitimista (carlista). En ese acto Ramón Sales, un activista sindical, acompañado de dirigentes carlistas catalanes como Salvador Anglada o Pere Roma, fundaban la Corporación Nacional de Trabajadores-Unión de Sindicatos Libres de España; un sindicato que se conocería como El Sindicato Libre o, simplemente, el Libre, y que, a partir de ese momento, competiría con la CNT por el dominio de los obreros catalanes; y el término competencia incluye muchos tipos de enfrentamiento.


El 19 de diciembre, en medio del cierre patronal y en un ambiente de espiral violenta, dos anarconsindicalistas que se harán famosos en la Historia de España, Ramón Casanellas y Pere Matheu, se bautizan en el mundo del terrorismo obrero matando a tiros al industrial Manuel Elizalde, cuando está parado en su automóvil en la calle Roselló de Barcelona. El entierro de Elizalde es toda una manifestación de la burguesía y encona las posturas.


Los cenetistas estaban convencidos de que Elizalde había tenido participación en el asesinato de Pau Sabater, algo que probablemente no es cierto. Pero es evidente que dicha acción estaba influyendo en buena parte de las acciones violentas. Medí Martí, un pistolero anarquista, acompañado por otros cómplices, esperó en una carretera del Poble Nou a Joan Serra, el conductor del coche en el que Sabater había sido secuestrado. A pesar de que Serra no murió en el tiroteo, quedó muy malherido. El día 5 de enero, víspera de los Reyes Magos, otra partida de pistoleros atentó en su coche contra el dirigente patronal Feliu Graupere, que salió apenas herido el incidente en el que, sin embargo, resultó muerto un policía de escolta, Ricardo San Germán. Este hecho, sin embargo, colocó a los obreros en una situación muy comprometida, dado que al día siguiente el ejército declaró el estado de sitio.


El 26 de enero se acabó el cierre patronal. En ese momento, la CNT, en manos de sus miembros más radicales, decretó la huelga general; calculando que los empresarios (lo cual era cierto) habían terminado el cierre con pocos recursos, pretendían hacer caer el capitalismo. Aunque los que cayeron fueron ellos; acabado el cierre, los trabajadores volvieron en masa al trabajo; lógico, pues si alguien estaba a dos velas, eran ellos. Una reacción que dio alas, dentro del sindicato, a sus miembros más posibilistas; y, tal vez, radicalizó aún más a los del gatillo fácil.


No obstante, como ya hemos visto con anterioridad, los periodos de normalización y de tendencia a la paz siempre se corresponden con otros movimientos en sentido contrario. En este caso, los sucesos de las últimas semanas habían colocado a los empresarios en situación de guerra abierta… aunque clandestina. Las principales acciones patronales se decidían en una casa situada en el número 80 del paseo de Gracia, esquina con la calle Mallorca. Este era el piso donde el mensajero de los empresarios, Miró i Trepat, se entendía con el nefasto barón de König, el heredero de Brabo Portillo. Los sucesos, además, no hacían sino alimentar esta tendencia; el 22 de febrero, un empresario francés, Theodore Genny, era asesinado a puñaladas. Tres delincuentes comunes, Victoriá Sabater, Martí Martí y Josep Perís, fueron condenados a muerte por este asesinato. Otros activistas proyectaron matar al conde de Salvatierra, recientemente nombrado gobernador civil de Barcelona, volando el tren en el que iba. De haber consumado el atentado, que fue descubierto a tiempo, habrían realizado una auténtica matanza.


La situación era comprometida y, por ello, al barón de König y su banda les daba mucho negocio. No obstante, el austriaco era muy ambicioso. Por eso mismo urdió un plan con uno de sus secuaces, un tal Bernat Armengol, que había sido activista sindical. Contando con el know how de Armengol, que sabía cómo escribían los sindicalistas y guardaba papel de la CNT, se dedicó a enviar cartas amenazadoras a empresarios; lo que se dice, crear demanda allí donde no la había. Incluso se rumoreó que algunos de sus secuaces llegaron disparar a empresarios para acojonarlos. No contento con engañar al sector privado, König también engañó al sector público. Era informador del jefe de policía, Arlegui y, para que éste estuviese contento, se inventó la historia, falsa, de que un café llamado El Rápido era un centro de actividad terrorista, donde la policía llegó a hacer una redada el 27 de marzo. Allí mismo tuvieron la escasísima cosecha de detener a un activista mediano, Ácrata Vidal, al que dieron una paliza allí mismo, delante de los clientes.


El barón, en compañía de activistas del Libre, se dedicaba a engañar a sindicalistas y luego detenerlos. Por ello, empezaron las agresiones contra este sindicato. El 2 de abril resultó muerto el capataz de la factoría Fabra & Coats, dirigente del libre, Tomás Vives. La guerra intersindical había comenzado. Pero esto es un juego a tres bandas entre los dos sindicatos y la policía y los cuerpos parapoliciales y, en ese momento, a los cenetistas el Sindicato Libre todavía les preocupa poco. Uno de los grupos terroristas más sanguinarios de la CNT, el comandado por Progreso Ródenas, atenta en pleno paseo de Gracia contra Miró i Trepat, el mamporrero de König, aunque no consiguió acabar con él. Para qué quería más el austriaco. Hizo sus averiguaciones y, una vez que supo que Ródenas, en realidad, a quien quería matar era a Bernat Armengol, porque le habían calado, hizo que sus espías le transmitiesen la noticia de que estaría el 23 de abril en una cafetería situada en la esquina de la ronda de San Pablo y la calle Aldana, situada creo que en lo que hoy se conoce como El Raval. La banda de Ródenas se situó estratégicamente para cargarse a Armengol cuando saliese, pero ni éste salió ni se pudieron marchar de rositas, porque allí les estaba esperando la policía. Hubo heridos y detenciones, aunque algunos miembros de la banda cenetista lograron escapar, abriéndose paso a tiros.


Para los sindicalistas y los mercenarios de König, la cosa era quién mandaba en Barcelona. Como en los diálogos de las pelis del far west, ambas partes parecían tener muy claro que Barcelona era demasiado pequeña para los dos. El asunto se dirimió el día 28, en un chiringuito de la plaza del Peso de la Paja. Allí iban muy a menudo los hombres de König en plan chulo y mafioso, haciéndose los dueños del lugar. Pero esa tarde los ácratas surgieron de entre la gente y empezaron la ensalada de tiros. Mataron a dos mercenarios y perdieron a uno de sus acólitos antes de que llegase la policía. Los hombres de König dejaron de ir por el chiringuito.


Pintaban bastos para König. Le echaban de la calle y, además, había cometido un grave error. Tras los sucesos de la cafetería de El Raval, se las había ingeniado para que la policía detuviese también a Bernat Armengol. Nosotros sabemos que Armengol era un soplón que trabajaba para König, pero algo debía de haber entre ambos, porque lo cierto es que el confidente fue detenido y encarcelado. Una de las causas probables es que König podría estar tirándose a su mujer.


El caso es que Armengol acabó en la cárcel, donde le metieron con los suyos, es decir, en una galería llena de cenetistas. Armengol sabía que, allí, su vida no valía ni medio céntimo, pues todos sabían que era un soplón, así pues decidió cambiar de bando, y comenzar a delatar a los hombres de König.


En los días siguientes, los pistoleros anarquistas acabaron con Manuel Grau, colaborador de König, y con Pere Torrens i Capdevila, uno de los chulos de la plaza del Peso de la Paja. Resultó herido y, dos días después de recibir el alta, lo remataron. Así las cosas, los hombres de König intentaron recuperar su prestigio reconquistando, en la tarde del 17 de mayo, el quiosco de la plaza del Peso de la Paja. Se liaron a tiros con los anarquistas, pero el enfrentamiento quedó en tablas.

El tiroteo de la plaza del Peso de la Paja se convirtió en un problema político también en Madrid. Además, el ambiente estaba muy enrarecido porque, algunas semanas atrás, y no se sabe muy bien por qué, la policía había reaccionado pelín mal a la celebración de los juegos florares de Barcelona. Esta competición poética era uno de los principales actos del catalanismo de la época y aquel año, como otros muchos, terminó con el personal cantando Els Segadors, que ya se sabe que es el himno del catalanismo, y algún día contaremos por qué; pero a la pasma no debió de hacerle gracia, porque entraron en el local y se liaron a hostias con todo quisqui. Como consecuencia, la burguesía catalana la tomó con el gobernador de Barcelona y la cosa estaba fea.


Todos estos argumentos abonaron la estrategia del presidente del gobierno, Eduardo Dato, de exiliar al barón de König, cosa que hizo por siempre jamás pues este nefasto personaje no volvió ya a España, ni siquiera en los años de la dictadura de Primo de Rivera.


El 19 de junio, era cesado como gobernador de Barcelona el conde de Salvatierra, para alegría de los burgueses. Y ya hemos dicho que König había sido expulsado de España. El nuevo gobernador, Federico de Carlos y Bas, acudía con voluntad conciliadora a la ciudad.


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